Si lo supiera, ya no sería divertido.
Imaginaros a una chica de veinte tantos casi treinta años sentada en un escritorio frente a una ventana tecleando incesantemente mientras las calles fuera de la gran capital en la que vive se comienzan a llenar de transeúntes ansiosos por escapar del frío del invierno y regresar a sus casas a los brazos de sus familiares o a la cervecería de turno dónde sus amigos de la universidad les esperan. Sin embargo, la muchacha no levanta la vista de las palabras que se desbordan de su mente verborreica. Está en otro mundo, uno de sirenas, brujas y dragones; uno que todavía es un borrador esperando a cobrar vida al ser leído por ese valiente paladín dispuesto a internarse en sus secretos, traiciones y laberintos. Esa chica era yo, o al menos, quería serlo “cuando fuera mayor”.
Crecí viendo series y películas donde la trama no se centraba en lo difícil que es trabajar en algo que te apasione, este pequeño detalle se daba por hecho. En la pantalla todos los sueños se hacían realidad y una vida equilibrada se lograba sin aparente esfuerzo. Así que ni corta ni perezosa, yo quería ser tan feliz como Carrie Bradshaw recorriendo a menos dos grados en sus sandalias Manolo Blahnik las calles de Nueva York, sin más preocupaciones en la cabeza que tener que elegir entre Mister Big o Aidan. Además, Carrie no se mataba a trabajar. Tenía tiempo para disfrutar de sus amigas, ir a citas, comer sano y estar delgada. La diferencia es que yo solo quería pasear por Malasaña en mis katiuskas y vivir de editar libros. Aún así, quería todo lo demás junto con la ocasional escapada a Asturias para visitar a mi familia.
La vida me enseñó que hay que tener prioridades, y mal que nos pese, hacer sacrificios. Así que decidí centrarme en mi carrera profesional e hice lo imposible para ganarme un pequeño hueco en el sector editorial, aunque fuera a calzador. Lo que no esperaba es que casi una década después de dejar mi querido Madrid, por el cual ya había tenido que abandonar mi tierrina , me encontraría en Ciudad de México sin oficio ni beneficio. La triste realidad es que un buen día me despidieron sin miramientos de ese trabajo de mis sueños que me iba a dar todo lo demás. ¡Puf! Con una llamada de menos de media hora el esfuerzo de toda una vida se iba por el retrete y con ella mi esperanza de regresar con los míos, de ser esa chica frente a la ventana que no puede parar de escribir, de vivir editando esas historias de las que están hechos los sueños… Por suerte, yo nunca tuve que elegir entre dos apuestos caballeros, por suerte yo siempre tuve a Enrique.
Después de un pequeño periodo de entendible depresión empecé a poner en práctica eso que mi sabio padre tantas veces me repitió creciendo: <<Laura cariño, la vida no es un sprint, es una carrera de fondo.>> Algo que para una persona con menos paciencia que Will Smith en los pasados Oscar no es fácil. Así que con más de treinta, en esa etapa de la vida en la todas mis amigas se compran casa, tienen niños, luchan por mantener una estabilidad económica e intentando cumplir todos los requisitos de ser persona equilibrada (sea lo que sea que esto signifique), yo empiezo casi desde cero. Y digo “casi” porque me quedo con lo aprendido, con las experiencias, con los maravillosos escritores con los que trabajé, con los gritos, con las lágrimas derramadas que tanto me enseñaron, y sobre todo, con un objetivo nuevo:
L de Logar. Un sueño que solo depende de mí.
Con esto en mente un sinfín de posibilidades se abren frente a mí. ¿Y si me dedico a escribir mis propias novelas? ¿Y si comienzo a enseñarle a futuros editores todo lo aprendido en estos años? ¿Y si me acerco a autores noveles para ayudarles a ponerle el punto final a sus manuscritos? ¿Y si mejor los guío para que logren encontrar su editorial ideal? ¿Y si creo contenido sobre literatura?
Y si, y si, y si…
¿Y si gracias a esto un día me encuentro a mí misma paseando con los míos por la calles de Malasaña en mis huaraches mexicanos?
¿Y si lo hago todo? ¿Te sumarías?